NUESTROS ESCRITORES

Una historia en San Fernando, por Sebastián Arena

Una historia en San Fernando, por Sebastián Arena

Cielo celeste, sol, esfera anaranjada que asoma por el este. Luces, brillos y sombras, de los ceibos y los sauces, del monte que renace. Hay ranas, sapos, los insectos cantan en el despertar de los pájaros, la música de la biodiversidad.

De pronto todo se oscurece, ruido a podrido, de las maquinas, de los hombres, de los arboles derribando. Mañas urbanas, los bichos, los pájaros emigrando.

Cantan los gallos de los vecinos de las esquina, una historia como ocurre con tantas otras, de un ser enjaulado, en un rincón del conurbano, por ahí donde todos andan amontonados, mundo enrejado.

Ramón, vuela sobre un espiral, dando vueltas, concluyendo siempre en el mismo lugar, una ciudad, todo es igual, fiebre de cemento, brote de edificios, humo de los vehículos, ruido, la suciedad, la sociedad.

La sangre, hermana al pasado, Ramón sabe que ese lugar donde habita no es el verdadero, corre verde monte en su sangre, sabe que alguna vez bebió de esa agua, de un arroyo pocas veces transparente, muchas veces arcilloso.

Ramón, un autentico bicho de ciudad, afino su oído de la mano de su vecino el Angelito, con guitarra y amplificador y una cresta roja con la que pronto se identificó. El vecino, ensayaba todo el día, la medianera latía anarquía. Ramón revoloteaba como Iggy Pop, agitaba con las canciones de los Ramones. Ramón ¿un frutero azul? más bien el autentico cardenal Punk Rock, con su crespín colorado y blanco, se bate a picotazos con un pedazo de manzana que Don Gervasio le entrega a través de una diminuta ventana.

Gervasio, un eslabón en esta historia, a sus escasos 80 años, hace un buen tiempo que había llegado, más bien desembarcado. Vino a San Fernando, cuando todavía lucía la buena vista, a principio de los 60´, a la modesta casa de la calle Mansilla, hoy encuentra un limonero y un tupido membrillar, frutos que lo conectan a su verdadero ser, según su parecer.

Noche, sueños, en el alba Ramón canta, el Angelito, buen vecino que descansa. Gervasio abre las ventanas, observa el sol que hacia arriba marcha.

Ramón, que lleva marcado a fuego el desenfreno de los Sex Pistols, conservaba una franca amistad con el bueno de Gervasio. Este, le compartía sus historias, entre mate amargo y un humeante, dulce, pan casero. Historias como un cuento de cuando era invierno y la escarcha y la cocina a leña. De cuando en verano y el sol se aplasta entre los árboles, enjambres de mosquitos los cuerpos invaden, el fuego de verdes hojas, y la cortina de humo que a los mosquitos espanta. De los relatos de los ceibos y sus flores, sangre roja que del monte brota. De aquellos años, cuando era un gurí y trabajaba en la cosecha de frutales, de cuando hacia zanjas con el padre o trepaba a algunos árboles para podar algunas ramas. De cuando tuvo la oportunidad de estudiar y de ser pájaro, pues tenía ese loco oficio de treparse a los árboles y realizar cantos. De su infancia, aquella, donde hacía llamarse Tingazú, pájaro litoraleño, que supo ver volando sobre un camalotal, que navegaba río abajo en búsqueda del mar. De cuando arriba de casuarinas y nogales, gritaba, emitiendo un sonido, repetía: wooo tweeep tweeep.

Despierta el sol, nace un nuevo día, mañana extraña, cielo gris, nubes marcando una oceánica presencia, Gervasio salta de la catrera, corre hacia el ventanal. Ramón en su jaula observa con atención las cosas que pasan. Habrán sido los años, los números, todo ellos entre mezclados, Gervasio se había despertado en aquella próspera época, de la quinta familiar y los frutales coloridos, del trabajo garantizado todo el año, de las reuniones en las sociedades de fomento y los grandes fogones, de los baños en los ríos, de una vida en la isla que a muchos les generaba envidia, pues allí se respiraba una independencia bien cierta, fruto del trabajo duro de la tierra. El viejo, todavía anonadado, observaba que el río estaba bajo, apenas un hilo de agua, y un montón de barro. El viento recién despertaba, con sus ráfagas, hasta el rancho temblaba, sus pronósticos, su experiencia, anunciaban efectivamente la sudestada.

Vuelve abrir los ojos, todo es chocante. Solo había estado soñando, nuevamente parado frente a esa ventana, comprobaba la realidad, el limonero, el membrillar, la medianera con el Angelito, de rojos ladrillos, y su sofisticado sistema de seguridad, vidrios afilados, posadero de ciertos pájaros.

Benteveo, un pájaro que visita el barrio, es un tipo de pájaro, de aquellos independientes, vuela por donde quiere, el canta sus asuntos, cuenta que se está poniendo difícil el mundo. Sabe tener su guarida en las islas. Se informa, conoce de demás pájaros, se comunica. Suele andar por la ciudad con esa misma necesidad, de cantar, de informarse, de informar.

Benteveo, solo rock and roll, compinche amigo de Ramón, el Cardenal Punk Rock, aletea como un pollo cuando el vecino ensaya música de los Rolling Stones. Mientras tanto, el cardenal obstinado, le insinúa a Gervasio, cantando, que algo en la isla está pasando.

El viejo, con los años que lleva andados, hay días que ni de ellas se acuerda, salvo aquellos, que suceden grises, de lluvia persistente y viento sudeste, como en aquella tarde, cuando hacia la siesta se dirigía, el viento de forma atrevida corría por pasillos moviendo puertas y ventanas; cambiando entonces los planes, el viejo y su lenta calma, tomando maletas, guardando algunas pertenencias, cargando herramientas. Ya con sus tamangos calzados, a un destino sin retorno, en un perenigraje se ha embarcado.

Todos los bártulos y con Ramón enjaulado sube al tren en la vieja estación de San Fernando, rumbo al puerto de Tigre marcharía, a donde una lancha de madera lo aguardaría. El tren y sus gentes, impaciencias, mendigos, tipos vendiendo discos. La tarde cada vez más oscura, por la nueva estación fluvial se transita, banderas en lo alto, se agitan con la dirección del viento, que es del sudeste y sopla cada vez más fuerte. Maletas, herramientas y la jaula, ahora en el techo de la lancha. El viejo sentado en el mullido asiento, un viaje largo constituye el resto.

La embarcación típica y su estridente motor, navegó ríos, mansos algunos, otros furiosos. El Paraná Mini se mostro inmenso, el Canal Arana abriendo la isla, el Méndez Grande se aparecía. El viejo grita, y el lanchero en el muelle de quebracho, sin nombre y con techo a cuatro aguas, el bote amarra, Gervasio desembarca, con bártulos y jaula en la isla se planta.
Río que crecía, las nubes oscuras persistían. Un perro, en el silencio de aquella caminata se aparecía, pronto los pasos del viejo acompañaría; ensordecedores cantos de miles de pájaros, peces en el río haciendo piruetas, saltan, bucean contra la corriente.

La quinta, frutales echados en años, el rancho y su galería rodeándolo, el piso de pinotea, las paredes que transpiran humedad, la cocina a leña, cenizas de otra época. Troncos y ramas secas, combustión, un fuego alienador, la pava en las brasas calentando agua.

Ramón, que sigue enjaulado, mira hacia todos lados, no hay medianera, no hay membrillar, sabe con seguridad que la puerta de la jaula se abrirá, y por fin descubrirá volar en libertad. Sucede. Gervasio abre puertas y ventanas, pronto también saca el techo de chapa oxidada. El Cardenal Punk Rock toma el cielo con sus alas, vuela en el silencio del viento, vuela y depara en un florecido ceibo. Vecinos los tordos, los benteveos, los carpinteros. Gervasio los saluda, agita sus brazos, silbando.

El sol cae sobre la tarde disolviendo sus luces entre el monte, más aves, más pájaros, junqueros, chincheros, pavas de montes volando entre las copas de los árboles, un ocó colorado volando solitario. Algarabía o una gran tormenta que están anunciando.

Viento que no da tregua, sopla con potencia, arboles abanicándose, ramas débiles que crujen y caen, el agua avanzando desde el corazón de la isla, amenaza el fuego que hay en el albardón. El viejo, precavido, muda brasas de la tierra a la cocina, aclimatando el rancho, que poco había cambiado, sí la quinta, se había abandonado. La productividad había desaparecido, las plantas exóticas e invasoras toda la tierra han ocupado. Costara trabajo recuperarla, el viejo piensa mientras sube las escaleras en compañía de la perra carpinchera.

El transistor informando una marea histórica, todas las herramientas en alto. La lluvia que empieza, desplegando miles de sonidos en el techo, vientos y truenos, un concierto de jazz, delirio del viejo. En un sillón de mimbre bebe caña, mira a través de una ventana, la misma trancada, Gervasio ahora entiende, el también está en una jaula. A sus escasos 80 años, ya no trepa a los árboles, si se cae, sus huesos se romperían en mil partes.

El estuario del plata a fuerza y agua, se hace presente invadiendo las islas, la supremacía dulce y amorronada. El frio húmedo, el río es oceánico. Ra, fa, ga, do, re, mi, fa, el viento canta. Gervasio asombrado, copa de aguardiente mientras lee el cielo y chapas que por el aire flotan. Quien lo diría, había abandonado la querencia por las inclemencias del tiempo en el delta, finalmente volvía en el anuncio de la gran tormenta.

El rancho se batía hacia todos lados, cielo negro, intenso. Horas que suceden, llegando el amanecer, por desgracia, cobra visibilidad el observar por el cielo volar, de todo, animales, pesadas maquinas, techos y paredes de casas. Fácil de comprender, un tornado arrasando y el viejo ahí mirando, desde el rancho, presuntamente refugiado, enjaulado.

Como quien no quiera la cosa, un viento imprudente golpe puerta, la abre, también las ventanas. El tornado, al viejo una mano le estaba echando, huracanado, la casa con sus patas de la tierra arranca, flota en el remolino, se desprende el techo y los pesados muebles por el aire vuelan. Gervasio abrazado a una columna deja soltarse, llevado en el remolino, abre sus ojos y vuelve a cerrarlos, intentando comprobar si se trababa de un sueño o una loca realidad.

En ese abrir y cerrar, sus ojos en iris rojo sentía transformar, mirarse con un pico amarillento y curvado, ostentando alas anaranjadas y una larga cola negra y destellos blancos. Palabras que quiso gritar wooo tweeep tweep.

Volar en el cielo de ese vendaval, el Tingazú planea con otros pájaros, las islas contemplando, aves de diferentes tamaños y colores, y por sobre todo diferentes cantos. Viven el delta, vuelan, nadan, caminan, cazan o pescan, son bichos con diversas destrezas, eligieron el humedal, el refugio de la biolibertad, esa misma, que a algunos humanos suele contagiar.

Gervasio, más que espichado, convertido en pájaro, a sus escasos 80 años vuela por los aires cantando, como Ramón o el Benteveo, o como muchos otros pájaros, viejos abuelos, que nos cuentan en su canto libertario que el delta, nido del estuario, está en peligro y tenemos que cuidarlo.


Sobre el autor

Sebastián ArenaSebastián Arena

Nací en una noche de inverno del año 1981. Fui criado por vecinos de Tigre, crecí en sus calles, en sus ríos y en el monte.

Me eduqué en colegios del estado en plena década de los ’90. Mis virtudes intelectuales son precarias y, como el finado Roberto Arlt, me reconozco como un absoluto improvisado en materia literaria.

En épocas de presunta inspiración publiqué en periódicos locales Crónicas de viaje, Notas sesudas sobre el Delta, su historia y el Turismo.

Mi libro de cabecera se convirtió en Mascaró, El Cazador Americano.

Vivo en la Isla, sin electricidad y tengo un gallo y gallinas.

Hoy mi mente no está predispuesta a la escritura, razones por las cuales comparto una pretensión de cuento que escribí hace unos años.

 


Sin Comentarios

Escribí un comentario
Todavía no hay comentarios! Vos podés ser el primero en comentar este post!

Escribí un comentario

Tu e-mail no será publicado.
Los campos obligatorios están marcados con*


+ 7 = 16