Un viaje al fin del mundo, por Daniel Gurtler

by Sabrina Garcia | 13 enero, 2017 9:42 am

El profesor entró al aula y los estudiantes se pusieron de pie al lado de los pupitres. Saludó a sus alumnos y miró por la ventana. Era un frío y gris día de julio. El cielo plomizo le recordó aquel año cuando se fue a vivir con su abuelo. El día más triste de su vida y a la vez el comienzo de la más grandiosa aventura que un joven pudiera imaginar.


Marcos Heidenreich era profesor de historia. Los alumnos lo respetaban por ser exigente, severo y de mirada gélida como los témpanos que había conocido en su juventud, cuando su abuelo lo arrastró hasta el fin del mundo en busca de un reino perdido que él aseguraba que existía.

Apartó la vista de la ventana y volvió su atención al aula. Los jóvenes permanecían de pie, esperando la orden del maestro.

-Pueden tomar asiento. – les dijo, y recorrió con la mirada esas caras aniñadas que lo observaban expectantes.

Eran alumnos de quinto año. Tenían la misma edad que tenía él cuando perdió a sus padres en un accidente y su tía lo envió a vivir con su abuelo a Mar del Plata, en el año 1975. Ahora Marcos tenía 58 años. Pronto llegaría su tiempo de jubilarse como profesor, y creyó que había llegado el momento de que alguien conociera su historia. Asintió pensativo, como si hablara consigo mismo y, esbozando una leve sonrisa, algo que rara vez hacía, les dijo:

-Cierren las carpetas y presten atención. Hoy voy a contarles la historia más increíble que jamás hayan escuchado.

Los chicos se miraron sorprendidos; algunos sonrieron incrédulos, otros abrieron los ojos y se aprestaron a escuchar al maestro, pero ninguno se atrevió a pronunciar palabra alguna.

Y así fue como el profesor comenzó el relato y los alumnos se fueron sumergiendo más y más en ese universo desconocido y misterioso:

El tren entró a la estación después de siete largas horas de marcha. Marcos bajó al andén con una valija en cada mano: en eso se resumían todas sus pertenencias. Se quedó allí parado, en el andén, mirando hacia ambos lados, esperando, hasta que todos los pasajeros se marcharon. Media hora después apareció Eric Heidenreich, con paso firme, el cabello blanco como la nieve, los ojos azules y la mirada inteligente, pero melancólica.

-¡Hola, muchacho! Has crecido.

-¡Hola, abuelo! – contestó Marcos.

-Así que tu tía te envió para aquí. La última vez que nos vimos eras… – dijo Eric, llevando su mano a la altura de la rodilla.

-Tenía cinco años, y me llevaste a conocer tu buque pesquero. Yo estaba fascinado.

-¿Buque? Es mucho título para La Valquiria, una pequeña nave de nueve metros de eslora. – contestó el abuelo, mientras se agachaba a tomar una de las valijas.

Afuera de la estación estaba estacionada la camioneta de Eric. Colocaron las maletas en la caja y se marcharon.

-Debe ser duro para ti… También lo es para mí. Tú perdiste a tus padres, y yo perdí a mi hijo. – le dijo, mirándolo de soslayo mientras manejaba.

Marcos solo asintió con la cabeza, y luego se quedó con la vista perdida en el paisaje. Ya no tenía más lágrimas para llorar: las mismas habían sido reemplazadas por un estado constante de melancolía. Ningún muchachito debería perder a sus padres y, mucho menos, si se es hijo único. Se sentía tan vulnerable aún… era como un pichón que se cae del nido antes de aprender a volar.

Al llegar a la casa del abuelo, Marcos se sorprendió al encontrar todo embalado como si se estuviera por mudar.

-Deja las valijas donde puedas. – ordenó Eric, y al ver la cara confundida de su nieto agregó: – Sí, estaba por partir. Debí posponerlo al enterarme de que vendrías. Quise explicarle a tu tía que no podía cuidar de ti, pero como ves, te envió de todos modos. Recibí un telegrama indicando el día de tu llegada, y luego de eso, no contestó ninguna de mis llamadas telefónicas.

-¿Nos mudaremos?

-Algo así. Cuando supe que tu llegada era un hecho, pensé que no sería tan malo. Después de todo necesitaría un tripulante.

-¿Tripulante? – preguntó Marcos, más confundido aún.

-Sí. Un grumete. No es bueno lanzarse a realizar semejante proeza solo. Al menos a mi edad. Y tú, aunque casi no te conozco, llevas mi sangre. No podía abandonarte a tu suerte.

Los preparativos para el gran viaje se hicieron a contra reloj. Ropa de abrigo, agua potable, comestibles, gas para la cocina, herramientas, mapas e instrumentos de navegación. Hasta un vehículo con orugas, construido por el mismo Capitán Heidenreich, modificando una motocicleta Zanella Surumpio, fue cargado sobre la cubierta del barco.

En el puerto, “La Valquiria” se mecía despreocupada, al compás del suave movimiento del agua. Era un viejo bote pesquero de madera, de los tantos que zarpan todos los días en busca de los preciados frutos que les brinda el mar. Hacía un tiempo que ya no la sacaban de pesca. Ahora era el segundo hogar de su Capitán, aquel viejo marinero que había servido a la Kriegsmarine durante la Segunda Guerra Mundial, tripulando un claustrofóbico submarino.

Fue en uno de esos viajes, cuando el mecánico de a bordo Eric Heidenreich, descubrió un mundo perdido. El reino olvidado que contaban las antiguas leyendas nórdicas, donde habitaban los dioses que venían de más allá del Círculo Boreal. Sólo que esta vez no viajaría hacia el norte, sino hacia el sur, al continente blanco, donde se hallaba una de las entradas que conducían a ese mitológico mundo.

Una a una fueron estibadas todas las cosas necesarias para el viaje y, cuando todo estuvo listo, el Capitán ordenó soltar amarras.

-¡Ahora, chico! ¡Suelta los cabos y salta a bordo! – gritó Eric, con un infantil entusiasmo.

El joven Marcos quitó los cabos del muelle y saltó sobre la cubierta como si siempre lo hubiese hecho. Había en él una natural tendencia a desplazarse por el barco como si fuera un experimentado marinero. Eric lo notó y pensó que quizás se debiera a sus genes. El abuelo de Eric también había sido marino y, por los escasos recuerdos que tenía de él, casi podía asegurar que el padre de su abuelo le había pasado la profesión, por lo que no era descabellado pensar que esa sabiduría ancestral la trajera en la misma sangre.

Los días fueron transcurriendo a bordo y la Valquiria se alejaba cada vez más de su puerto de origen para enfrentar ese destino incierto al que se había aventurado. Eric parecía cada vez más feliz, y a Marcos, que al principio se lo veía preocupado por tamaña epopeya, ahora se lo notaba entusiasta y desenvuelto. La relación con su abuelo iba creciendo, y había comenzado a admirar y respetar cada vez más a ese viejo loco y sabio. Nunca lo había tenido cerca, y quiso el destino que sus padres fallecieran para que se generara esta entrañable relación. Con el paso del tiempo, Marcos descubría que tenía muchas más cosas afines con su abuelo que con su padre. Eso lo hacía sentirse acompañado, pero a la vez le daba cierta culpa no parecerse a su progenitor. Enseguida aprendió a llevar el timón y mantener el rumbo. Navegaban hacia el sur, siempre hacia el sur. El motor diesel de la embarcación parecía no descansar jamás, y el muchacho se acostumbró al sonido y al humo negro que emanaba por la chimenea y que muchas veces el viento paseaba por la cubierta.

Las semanas transcurrieron, y la naturaleza no paraba de deslumbrar al joven marinero: gaviotas, albatros, delfines, orcas y ballenas desfilaban delante de sus ojos. Cuanto más al sur iban, y el clima más inhóspito se volvía, la fauna parecía ir en aumento, sin importarle las inclemencias del tiempo que a ellos castigaba.

El frío se volvió moneda corriente y el viento encabritaba las olas, cuyas crestas blanqueadas de espuma simulaban cadenas montañosas con sus picos nevados. La noble nave, con su intrépida tripulación, trepaba por ellas, para luego deslizarse hasta el fondo del valle que formaban y así volver a repetir la maniobra incansablemente, una y otra vez, a medida que iba sumando millas hacia su destino.

Recalaron en los puertos que fueron necesarios para abastecerse de agua y combustible. No se detenían más que el tiempo suficiente, y ni el clima ni las condiciones meteorológicas adversas hacían doblegar al viejo Capitán, que se mantuvo firme y sin alterar el rumbo ni un ápice. Decía que el tiempo apremiaba, y que debían llegar antes de que el invierno cerrara los pasos, pues de lo contrario deberían esperar todo un año para poder alcanzar la meta.

Los grandes témpanos no tardaron en aparecer, con sus colonias de pingüinos o de lobos marinos viajando sobre ellos. Los había pequeños, del tamaño de su barco, y también gigantescos como un pueblo, con vapores y nubes que los circundaban, creando su propio microclima con nevadas incluidas.

El faro del fin del mundo que inspirara a Julio Verne fue el último vestigio de civilización que vieran antes de que la Valquiria se internara en aquella tierra virgen e inhóspita que Eric había descubierto en su lejana juventud. Cruzaron por el oeste de la Isla Elefante para internarse directamente en el Mar de Weddell, entre bloques de hielo y leopardos marinos que acompañaban con curiosidad a la pequeña embarcación que, como una cáscara de nuez amarilla, se internaba en esa inmensidad blanca.

Alcanzar tierra firme, después de tantos días de navegación, fue muy emotivo para ambos, pero, en realidad, solo marcaba el comienzo de su verdadero viaje y de la increíble aventura que les esperaba más allá del Polo Sur, donde las agujas de la brújula no funcionan y el sol jamás se pone.

Ahora, cada martes, los alumnos esperan con ansias al profesor de historia para que les siga contando las fantásticas aventuras que vivió en aquellas tierras, el hogar de los gigantes y de los antiguos dioses, donde no existe la oscuridad, y los secretos de la creación del mundo, guardados durante tanto tiempo, se han revelado.


Sobre el autor

Daniel Gurtler[1]Daniel Gurtler. Escritor y novelista. Presidente del Círculo de Escritores de San Fernando “Atilio Betti” y miembro de la comisión directiva de S.A.D.E. Delta Bonaerense.

Participa desde el 2012 en la Feria Internacional del Libro en los stands de SADE, de Bs. As. Cultura y de la Editorial de Los Cuatro Vientos. Publicó las novelas: “Salmo 91. La ira de Dios”, “El Señor del Fuego” y “La leyenda del Eleonora”. Y también numerosos cuentos en las antologías de S.A.D.E., del Círculo de Escritores y de Editorial Apasionarte. Participó en las Ferias de Tecnópolis, de Polo Circo y de El Dorrego. Fue integrante del jurado convocado por el Municipio de San Fernando para el concurso literario “Pueblo, Cultura e Identidad”. Es autor de otras cuatro novelas inéditas.

 

Endnotes:
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